El secreto de los campos

Viajando por la provincia de Buenos Aires, entre alambres de púa, noté que me resultaba imposible en cierto campo contar las vacas, del mismo modo en que no se pueden contar la arena del mar o las estrellas del cielo. Me di cuenta que eran infinitas y que era cierto para ellas lo que se dice de las estrellas: que la única razón por la que no veía su cuero cubriendo por completo el horizonte era que también el campo, como los cielos, es infinito en Buenos Aires. Y acaso no estuviera viendo sino unas pocas vacas que existieron quizás hace cientos de años luz. Porque la quietud de estos animales se parece a la de las piedras, a los monumentos solares, a las rocas antiguas como el mundo, y más aún si fuera posible. - "Sí, algo sagrado hay en ellas"- pensé, porque siempre han sido vacas, menhires rodando en nuestra pampa, como huidas de sus santurarios.

Confieso que la estolidez de su rostro me confundió entonces, porque jamás hubiera dicho que tan aparente estupidez podría ser sagrada. Pero enseguida recordé otro rostro que bien pudiera confundirse entre aquellas estatuas. Me vino la imagen familiar de la matrona que atiende un barcito muy concurrido de mi barrio, con sus anteojos resbalando sobre la nariz, su expresión vacía, sus movimientos, sin embargo, veloces. Sus palabras escuetas -nunca más de las necesarias para dar instrucciones precisas al cocinero y cantar los precios- contrastan con el parloteo incesante a su alrededor y la agitación en la cocina. Meditando en ello ahora, me parece adivinar que sus movimientos mecánicos y su cara de nada son tal vez como una clave, como un secreto, una llave que guarda para ella, en medio de la continua tensión, el tesoro de su serenidad posible.


¿Quién de nosotros no ha aprendido la astucia de volverse una máquina para escapar de las heridas de todos los días, de la soledad, las preocupaciones y los miedos? Diría que acá en la ciudad, en estos tiempos que corren (¡y verdaderamente corren!), hemos aprendido a ocultar cuanto puso el Creador de sagrado en nosotros. La gloria eterna reposa escondida en nuestra cara de nada, nuestra vida mecánica, nuestras tardes rumiantes, nuestros corazones de piedra, nuestra cabeza de vaca, sin que comprendamos nunca que fuimos hechos para mostrar a todo el mundo esa gloria. ¡Y cuánta atención hay que poner cada día para sorprender un milagro en una mirada!


Y en esos austeros ojos de vaca, que saca la lengua como un limpiaparabrisas y agita su cola mientras me mira, percibo bajo el efecto de estas cavilaciones, como el anuncio de una profecía:
"Porque yo también se que como son sagradas las vacas y el pasto en el que pacen, los cielos claros sobre ellas y las firmes rocas, tan antigua es esta gloria, que no puede mucho tiempo estarse callada. Y todas las miserias del mundo de las cosas, los que las gobiernan y los que se benefician de ellas, hagan bien en temblar y salir de sus encierros, porque los campos nuestros ya están sedientos de lluvia".