el cielo visto desde la tierra
cuentos chaparritos pequeños relatos algunas palabras flotando en el aire
El síndrome W - Crónica de una autoexclusión
La cola del perro
-No había dormido lo suficiente después de todo- pensás. -Me voy a echar una siesta, es todo-
Con el dorso de la mano secas tus lágrimas y con tus dedos presionando levemente tus lagrimales y la cabeza gacha dejás correr los segundos. Tragas saliva y tu respiración se normaliza lentamente.
Entonces vas a acostarte y tu sueño es superficial. Pero una clara sucesión de imágenes que va emergiendo te arrastra tomado de la cola del pequeño barrilete que una vez fabricaste con tu abuelo, llevandote a través de la amplia llanura con que tantas veces soñaste. Al entrar en el comedor de tu antigua casa tomas asiento sin soltar el barrilete. Le pedís jugo al gato con botas, que está en frente tuyo murmurando algo entre dientes. Pero al levantar éste la jarra para complacerte, se convierte repentinamente en ratón. El jugo se derrama y estropea al barrilete. Te reprochas nunca recordar bien esos cuentos de la infancia, armás cierto escándalo y juras no volver a poner un pie en esa oficina. Cruzás la calle sin mirar.
- Que miren ellos, que esperen ellos. Y si no, ¡que me pisen!; para qué gritan tanto si a fin de cuentas, voy a cruzar como quiera de todos modos- Tocan bocina. -El barrilete era nuevo- Un peatón en la esquina te mira extrañado. -Que se busquen a otro- .Vuelven a tocar bocina y te das vuelta enfurecido.
Pero solo se trata de tu abuelo que te llama sonriendo. Tiene un barrilete nuevo en las manos. Corrés a buscarlo.
Sentís que nunca habías sido tan feliz. Te acercás a tomarlo, pero tu abuela lanza un grito espantoso. Tu abuelo se ha convertido en ratón, y escabulléndose entre los autos se arroja perdiéndose en una alcantarilla.
En la oscuridad de la habitación iluminada leve e irregularmente por un velador, la luz similar al reflejo de un cristal de cinc resalta vacilante unos pocos colores, suficientes para despertar la imaginación, como en las fotografías de Aguiar, dándole al conjunto el aspecto fantasmagórico de los cielos tormentosos, y allí resuena como un trueno tu exclamación de horror. Automáticamente, con el mismo impulso del alarido, te sentás en la cama de un salto.
Una vez compuesto, te dirigís a tus papeles, que dejaste en la sala agradecido de empezar finalmente a trabajar y sacudirte la desagradable sensación de una pesadilla que casi no recordás.
Las máscaras de la angustia
Quizás; quizás Dios no cree en sí mismo como vos y yo lo concebimos: Una descomunal máquina invisible y omnipresente, que funciona a piacere si tan solo se introduce una moneda vieja y difusa de fe, de velas, de ritos, obligaciones, o simplemente monedas. Funciona bien con dólares y mejor aún con euros. Esto representa un claro beneficio para todos nosotros y demuestra la suprema bondad divina, la cual solo interviene en el mundo cuando a nuestro destructivo sentido de la oportunidad, tan desarrollado en nuestro tiempo, resulta esencial.
Sí, esto es lo que de Dios concebimos tantos, y sin embargo, Dios se niega a creer en Él. ¿Por qué permite ciertas cosas…? Cosas oscuras, de las que cuesta hablar sin que se ponga la piel de gallina, o sin dejar escapar casi involuntarias lágrimas de dolor. Cosas que no comprendemos. ¿No quiere Dios ser un parche para el inmenso y sufrido globo de nuestro entendimiento? ¿Ser nuestra excusa, nuestra máscara?
Ni parche, ni infalible máquina de los deseos, ¿creerá acaso Dios que es una persona? ¿Creerá acaso que las cosas que hacemos los hombres tienen algún valor, que un solitario llanto merece ser aliviado por el ungüento de la compasión, y que toda risa de niño no es apagada por ningún estruendo de armas?
Se me hace que Dios se ha vuelto ateo porque lo banalizamos. Que únicamente demuestra su suprema inteligencia negándose a creer en un dios que es tan poco, tan inferior a sí mismo. Y que prefiere disfrutar al ver florecer la vida sobre la tierra. Que aún llora como nosotros por el embate de la muerte y por ver que no entendemos. Quizás la diferencia es que no se asusta como nosotros. Porque ve que su plan marcha y que a la muerte le llega su hora.
Monjecito de escalada
-Eso es precisamente lo que me hace ruido.- dijo uno. - Entiendo su risa, pero ¿Cómo se explica eso de su tristeza? - y entonó:
-"Tu cabeza baja, Tu paso lento
monjecito en el viento de tarde invernal
oyes cantar el recuerdo
de una infancia que guarda
como un convento gris, tu soledad-
-Cierto -dije-, es cómo si hubieran mezclado dos tangos: uno bien melancólico con una oda alegre:
Risa desmedida, loco'e contento
borras todo tormento con solo llegar
despues quedas en silencio
y en tus hombros descansa
el noble manto gris, de la amistad
Lito nos miró a todos y sonrió. -Los entiendo muchachos. Yo siempre me pregunte porque el manto debía ser gris. Pienso que su presencia alegre, sus silencios pensativos y sus estallidos de risa, estaban tejidos por igual, con el gris de los pensamientos profundos, de las tristezas lejanas.
Con estas palabras de mi amigo caí yo en la cuenta. Estuve allí un rato más; después pagué y me fui meditando. Una imagen clara me vino a la mente: de la misma manera que nos desesperamos a veces por no encontrar los lentes que tenemos puestos, sucede que las heridas y la soledad exigen de nosotros tomar conciencia de lo que llevamos puesto. La lealtad, la amistad, el amor, son livianos como una capa, y es fácil no darse cuenta que los llevamos. Me propuse entonces empezar a tejer -igual que el personaje del tango- con mis propias heridas un manto que me abrigase cuando me sintiera oscuro, hasta que la luz y la risa estallen de nuevo con el amanecer.
El secreto de los campos
Por sus frutos los conocerán
- ¿Que buscabas?- dijo ella.
- Me olvidé María- dijo, provocando así la tenue respuesta de la buena señora en un asomo de sonrisa, y prosiguió- Buscaba algo de fruta, casi estoy seguro. Pero después pensé en los nombres de las frutas y uno llamó mi atención- comenzó razonando de atrás para adelante como aquel francés fanático, el personaje de los cuentos fantásticos de Poe-. Un nombre muy a propósito de algo que me había propuesto encontrar hace un tiempo: una expresión que se asemejara, pero fuera más noble que la de "juguete rabioso", que empleara Arlt.
La mujer lo miró fijamente con expresión impasible, como si el pequeño discursillo de su vecino no fuera otra cosa que un zumbido, como el de las moscas que revoloteaban sobre la mercadería, pues ya estaba acostumbrada a sus profundas meditaciones en alta voz.
- ¿Se acordó ya? - preguntó con simpleza.
- No María, perdón-
- ¿Tiene apuro don Julio?
- Tengo el día libre-
- Entonces, ¿podría decirme que es un "juguete rabioso"?, ¿Es cómo un ídolo malo... una de esas estatuillas africanas?
- Podría ser, sí. Pero hay algo más en el fondo. Algo menos maligno, más natural. Y menos espiritual, más humano. Por eso necesito una palabra distinta. ¿En que año vino usted al país María?-
- En el... noventa y cuatro creo porque la Vale tenía cinco, sí, noventa y cuatro.
- ¿Que hicieron antes de la verdulería?
- Mi marido trabajó como albañil, pintor, hacía changas. Nos arreglábamos.
- Y Fede nació en el noventa y seis-
- Sí, y ¡cómo corrimos en ese tiempo! Todas las semanas en el hospital, internaciones cada dos meses. Pensé que no iba a terminar nunca.
- Perdóneme, pero ¿en qué fecha falleció su esposo?
Ella dudó un instante y luego contestó: - Noviembre del dos mil seis, don. ¿Cuántas vidas tenemos don Julio? Me parece que no fuera yo misma, que son otras las Marías que pasaron eso que me pregunta. -
- Lo que pienso es que una sola vida tenemos. Que yo fui profesor, que fui periodista, vendí seguros, que yo viví en mil lugares distintos, que yo perdí aquel hijo con la única mujer a la que amé, que yo me alejé de ella, y las cosas que usted sabe, y otras más. -
- ¿Y eso le da pena?-
- Me hace sentir, igual que a usted, como roto. Desgajado es la palabra justa, ¿qué le parece? - Es cierto que suena a broma comparado con un juguete rabioso que es, según acordamos, un ídolo maldito, una fuerza revulsiva. Desgajado sería más bien una posibilidad chiquita, fresca y colorida, como una mandarina. Mil cosas que no controlamos parten nuestra vida en mil gajos. En cada gajo hay un hombre, o una mujer, transformándose, trabajando, cambiando su manera de pensar, adaptándose a veces y otras luchando. ¿Es eso tan malo María?
- Se ve jugoso- dijo ella riéndo, y luego añadió meditando: - Si alguien piensa que merece algo, que es dueño de algo, si se piensa que le andan debiendo, va a decir que es malo. Yo sé que no tengo nada y que no puedo tener nada don Julio, y pienso que está bien. Y por eso peleo siempre y no me doy por vencida.
- Los que se deslenguan contra la mediocridad y quieren alcanzar el trono, un cajón de manzanas en qué sentarse y sentir superioridad, una bolsa de papas con una corona de lata: ese es el gran ídolo de nuestro tiempo. Solo buscando poder. No soporta no poder. No soporta no poder solo y por eso desprecia también la política. Pero si vale la pena luchar María, eso es solamente porque no sabemos lo que va a pasar mañana. Disfrutar cada gajo entonces, es lo que yo digo, aunque esté abierto el corazón y desgajado.
- Entonces, ¿quiere mandarinas?
Reinos se levantan y reinos caen
Al respecto, puede resultar curioso analizar la caída de uno de los grandes imperios de la historia humana, el mayor de todos en extensión, y quizás el mayor de todos en el arte de revolucionarlo todo. El Imperio británico.
Aparentemente, todo viene a indicar que el hecho fundamental que tuvo por efecto la degradación final de la Britania y el ascenso del actual gran Imperio, Estados Unidos, consistió apenas en un error pequeño, en una imprevisión. No sería justo minimizar en este terrible resumen, la mediación de la guerra fría que polarizó el mundo antes de estos días.
Pero volviendo a lo que nos ocupa, corría el año 1810 y aún se vivía el impulso de la primera revolución industrial. Bajo su influjo, el viejo Durand, un comerciante entusiasta que había hecho fortuna durante la última década de las luces, desarrolló un magnífico invento. Pergeñó el viejo un artefacto de hierro que prometía hacer perdurar su fortuna. Mejor que eso, prometía su invención hacer duraderas las bases mismas de sus riquezas.
La aplicación práctica de los simples conocimientos físicos, se nos ha dicho en los manuales escolares, fue la clave de los adelantos técnicos de la época. Pero no se ha insistido tanto, quizás, en otra clave: toda esa técnica, y toda esa ciencia, y todas las promesas mecánicas, si aseguraban la fortuna a Durand, resultaron ser poca cosa para asegurar la fortuna del país.
El pequeño- aunque por esos tiempos gran- invento era nada más y nada menos que la lata de conserva. La grandiosa lata que el tío Sam le enviaría a PopEye, la grandiosa lata que estamparía Warhol in your face. Una lata, maravilla moderna.
Carne enlatada para aquí, y carne enlatada para allá. Siete años después se encontraba Peter Durand exportandola a los Estados Unidos de América. El negocio creció, y creció concomitantemente su ya abultada fortuna. El poderío mismo del Imperio pasó a depender de las inmensas fábricas que instaló nuestro inventor en Liverpool. Se cuenta de un noble galés quién quitó el león rampante de su escudo, para plasmar un tarro de hojalata en el centro del mismo.
Pasó el tiempo y murió Durand rico y poderoso. Años más tarde, aceitados ya los engranajes de las segunda revolución, y habidas muchas crisis a lo largo y ancho de Europa, se desataría a este lado del Atlántico una sangrienta guerra. La Guerra de Secesión, en que la unión se vió envuelta, enfrentada por serias divisiones. Allí, cincuenta y un años después de que el viejo inventara la lata, se comprendió que el olvido - o la imprevisión más bien- de un minúsculo detalle puede echar por tierra las aspiraciones más altas de progreso del hombre.
Sucedió algo francamente maravilloso, pues los soldados que se hallaban en el frente de batalla, fatigados y hambrientos, recibían latas de conserva provenientes de Liverpool. Ellos realmente necesitaban, desesperadamente necesitaban esos alimentos asi conservados, los únicos que podían llegarles hasta las líneas del frente, fácilmente trasportables. Pero se dieron cuenta en su premura, cuando se vieron en la necesidad de hacerlo, que no tenían manera de abrir las latas.
Muchos hubo que, en la locura propia de la guerra, comenzaron incluso a imaginar que no había nada dentro de las latas. Desesperados, como ya he dicho, intentaban casi siempre en vano abrir las latas con sus bayonetas, con piedras y sables. Estos intentos, incluso cuando tuvieron relativo éxito, dieron lugar a una multitud de situaciones por demás dramáticas. Soldados expuestos ante el enemigo, con su bayoneta clavada en una lata. Soldados que, exhaustos de fracasar, arrojaban latas al enemigo con sus cañones. Soldados que arrojaban cañonazos de latas contra las rocas, en la esperanza de alimentarse.
Como se sabe hoy, nadie podía imaginar antes que tal desastre mediara, imposible era concebir entonces si aún a nosotros nos resulta difícil, lo fundamentalísimo que resulta un abrelatas. Fue a partir de que un paisano de los estados del norte de la unión patentara el primer abrelatas, que el mundo entero dio un vuelco. No hace falta que de más la lata, pues obviamente este hecho fue decisivo en la resolución del conflicto armado, y luego para dañar de muerte al orgullo británico y todo su poderío y para encumbrar finalmente a la potencia mundial que hoy por hoy extiende sus garras sobre el mundo.